viernes, 11 de febrero de 2011

Al aceptar incondicionalmente a los demás

Al aceptar incondicionalmente a los demás los ayudamos a que se


despojen de sus máscaras y se sientan a gusto con lo que son. La

seguridad de que se los acepta les da la libertad de ser ellos mismos,

y con ello pueden llegar a conocerse fácilmente y a aceptarse a sí

mismos.

Alentar mi optimismo es el mejor modo de conservar la alegría. Para

lograrlo puedo empezar el día meditando sobre cómo derramar luz y

amor en las situaciones que se me presentarán a lo largo del día. Si

luego me mantengo en contacto con el espíritu de Dios y con su

benévola mirada, la felicidad interior que me embargará me ayudará

a afrontar cualquier situación sin sentirme agobiado.

A medida que crece nuestra fuerza espiritual, abandonamos el hábito

de preocuparnos. Para nada sirve, como no sea para llenarnos de

tensión y hacernos sentir desdichados. Cuando dejo de inquietarme

por cosas que están más allá de mi control, y en cambio me

concentro en crear pensamientos optimistas y bondadosos, mi vida se

encauza en direcciones mucho más positivas. Al encarar la vida con

espíritu liviano y optimista puedo afrontar con calma todo lo que ella

me depare.

Todos deseamos que nos amen por lo que somos. Cuando amo

plenamente a los demás, refuerzo su autoestima y ayudo a que ellos

a su vez traten con amor a los otros. Aunque no vea resultados

inmediatos, el amor siempre está actuando.

Si sólo doy mi amor a una o dos personas, éste acabará por

extinguirse. Si aprendo a llenar mi corazón de amor y a brindárselo

en silencio a todo aquel que encuentro, el amor embellecerá cada

rincón de mi vida.

Si comienzo cada día meditando en silencio y colmando mi mente de

pensamientos positivos y llenos de amor, poco a poco desalojaré todo

cinismo y hostilidad. Mi espíritu debe ser tan hermoso y acogedor que

Dios mismo quiera venir a visitarme.

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