Al aceptar incondicionalmente a los demás los ayudamos a que se
despojen de sus máscaras y se sientan a gusto con lo que son. La
seguridad de que se los acepta les da la libertad de ser ellos mismos,
y con ello pueden llegar a conocerse fácilmente y a aceptarse a sí
mismos.
Alentar mi optimismo es el mejor modo de conservar la alegría. Para
lograrlo puedo empezar el día meditando sobre cómo derramar luz y
amor en las situaciones que se me presentarán a lo largo del día. Si
luego me mantengo en contacto con el espíritu de Dios y con su
benévola mirada, la felicidad interior que me embargará me ayudará
a afrontar cualquier situación sin sentirme agobiado.
A medida que crece nuestra fuerza espiritual, abandonamos el hábito
de preocuparnos. Para nada sirve, como no sea para llenarnos de
tensión y hacernos sentir desdichados. Cuando dejo de inquietarme
por cosas que están más allá de mi control, y en cambio me
concentro en crear pensamientos optimistas y bondadosos, mi vida se
encauza en direcciones mucho más positivas. Al encarar la vida con
espíritu liviano y optimista puedo afrontar con calma todo lo que ella
me depare.
Todos deseamos que nos amen por lo que somos. Cuando amo
plenamente a los demás, refuerzo su autoestima y ayudo a que ellos
a su vez traten con amor a los otros. Aunque no vea resultados
inmediatos, el amor siempre está actuando.
Si sólo doy mi amor a una o dos personas, éste acabará por
extinguirse. Si aprendo a llenar mi corazón de amor y a brindárselo
en silencio a todo aquel que encuentro, el amor embellecerá cada
rincón de mi vida.
Si comienzo cada día meditando en silencio y colmando mi mente de
pensamientos positivos y llenos de amor, poco a poco desalojaré todo
cinismo y hostilidad. Mi espíritu debe ser tan hermoso y acogedor que
Dios mismo quiera venir a visitarme.
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