Blancanieves recibe una manzana de la madrastra y, engañada por la lozana apariencia de la fruta y del amable agasajo conciliador, sucumbe a la droga inyectada, y cae en letargo hasta ser salvada por el beso de un príncipe.
Parece una bonita descripción para otras ``manzanas envenenadas'', por las que podemos ser destruidos por los que, aparentando dar, en realidad nos quitan, y en buena medida somos destruidos a costa de nuestra propia credulidad ya que, ingenuos, creemos recibir lo que en realidad rechazaríamos de saber lo que tiene oculto, aturdidos por la blanda ceguera de pensar que los malos son buenos arrepentidos.
Aunque podamos disculpar a Blancanieves, porque después de todo es admirable su candor, y porque de no mediar una artimaña hubiera seguramente estado en guardia, en cambio tiene un punto débil que no debemos dejar caer en el olvido: su dificultad para creer lo que percibe (le parece imposible que la madrastra siempre le odie), su incapacidad para distinguir que los comportamientos e intenciones son agonistas y por consiguiente adaptarse a reglas de juego diferentes con las ``almas gemelas'' y las ``almas negras''.
También la figura del príncipe representa una ascensión, una salvación y una recuperación de la caída en la treta, de la desgracia, por medio del otro sin más trabajo que dejarse besar, sin siquiera ver ni desear ser besados: en total estado de pasividad, por la magia del azar. Se pone la salvación en manos de un otro salvador en vez de nuestras propias manos.
Ambivalencia
Un que te doy pero no te doy, con generosidad te doy, pero qué me das si te doy, te voy a dar cuando no esperes en vez de cuando desesperes, no te doy porque no te mereces que te de, aunque te doy a pesar de que no lo mereces. ¿A que no sabes si te daré o no te daré? Aunque no quieras te daré, pero cuando quieras no te daré.
Descalificación
Descalificar es rebajar méritos, quitar razones que avalen o entrañen recompensa. De forma que cuando el cuidador, con la cuchilla de su crítica, arranca impurezas y amontonadas en el recipiente de la basura hieden y repugnan, justificando la asqueada retirada de la vista, la mueca del atufo, el aleteo nasal que el hedor provoca, pero todo ello aplicado a un comportamiento incorrecto del cuidado.
La conducta odiosa es etiquetada como horrible, asquerosa, insoportable, indigna y toda otra suerte de aumentativos que intentan señalar el resultado de una degradación digna de interrumpir el confiado curso de las cosas.
Los modales de mesa, los poses, las formas de sentarse, la falta de finura o inadecuación al elegir una palabra, todo es detectado y fotografiado con la cámara instantánea del desprecio (``Comes como un cerdo'', luego esa comida que te doy podría ser rebajada a sobras; ``camina con porte'', o desde luego desmereces una compañía tan elegante como la mía).
Todos los añadidos justicieros hieren con su saeta certera el placer de disfrutar lo que se recibe, transformándolo en inmercido.
Contra más incómodo se encuentra el cuidado sintiéndose tan ``amorosamente'' vigilado, controlado y rápidamente cazado al vuelo de un fallo, más esa tensa espera de una expresión airada aguafiestas le incomoda y hace cometer nuevas torpezas, que a su vez confirman la fama contumaz de imperfectos empedernidos, reincidentes desconsiderados, inútiles aprendices de las sabias lecciones de cómo recibir correctamente el bien que se te da.
El modo como el cuidador quiere que el cuidado se comporte requiere una exactitud esencial para que el cuidador disfrute cuidando (al precio de renunciar el cuidado al ``libertinaje'' de ser él mismo para-sí mismo).
En ocasiones, es más importante la ceremonia, la liturgia de dar y recibir, pautada, reglamentada con precisión relojera, que el disfrute derivado de ver disfrutar al cuidado por lo que le damos.
Dar con magnanimidad, sin obligar cuando, cómo, de qué manera y con qué palabras adecuadas exactas, es lo contrario de dar censurando, ensañándose el cuidador en demostrar, escandalizado, que el cuidado le ha estafado con sus feos, haciéndose inmerecedor de lo que se le da.
La labor corrosiva que suscita la constante desaprobación (el activo desaprobar nunca se ve digno de verse desaprobado por su exceso desaprobado) no consiste en la verdadera actuación de un ``monstruo''. Este último, en vez de constante atacar, perdonar con conmiseración y dar una nueva oportunidad que nos vuelve a decepcionar, suscitaría un radical rechazo que impediría la clase de misión entre redentora y exquisita de la que estamos hablando.